Béla Tarr es otro de esos directores que acumula pasiones exacerbadas. Se le ama y se le odia. Tal vez despierte menos amor y más odio que el protagonista de nuestra primera ópera prima: Andrei Tarkovski. Y es que el húngaro bebe del mismo manantial que el cineasta ruso, pero ha tenido algunas digestiones difíciles. En 1979, mientras su colega estrenaba Stalker, una de sus obras cumbre, el joven Béla Tarr, sin apenas experiencia, se embarcaba en su primer largometraje.
Nido familiar cuenta, a modo de falso documental, la historia de una gran familia en la Hungría de finales de los 70. Por supuesto, la situación política y económica del país integrado por aquellos tiempos en la órbita soviética tiene mucho peso en la cinta. No hay referencias directas, pero la familia protagonista de este falso documental está definida por las dificultades que vive el país centroeuropeo: trabajos asfixiantes, escasez de recursos, jóvenes sin futuro, dificultad para emanciparse. Y como consecuencia de todo ello, embrutecimiento.
Uno de los hijos regresa a casa tras pasar una temporada en el ejército. Allí le esperan sus padres, su mujer, su hija y varios hermanos. El padre, eje de moral y económico de la familia, se convierte en el protagonista de fuertes enfrentamientos con su nuera. La tensión crece en un universo minúsculo, mientras cada miembro de la familia se las arregla como puede. Pronto cada personaje saca lo peor de sí mismo en escenas crispadas. Violencia contenida, violencia desatada y las vías de escape clásicas en estos casos: confesiones, alcohol y sexo.
Béla Tarr sorprenderá a aquellos seguidores que conozcan su filmografía posterior. Esta cinta tiene poco que ver en cuanto a estructura, técnica y estética con el resto de sus películas. Planos cortos, movimientos nerviosos de cámara y realismo descarnado. No hay complejas metáforas filosóficas ni espacio para el goce estético. Lo que ves es lo que hay. Pero los objetivos discursivos de la cinta sí se relacionan con sus aportaciones posteriores. Lo que ocurre es que Tarr aprendió a dominar la técnica cinematográfica y se abandonó a la búsqueda obsesiva de la precisión estética. Pero eso fue más adelante.
El creador de cintas irregulares como La condena o El Hombre de Londres o de emotivas joyas como Armonías de Werckmeister, se inició en el mundo del cine, cuando apenas tenía 22 años, con Nido Familiar, una curiosa e interesante película que sorprenderá a amantes y enemigos del personal director húngaro.