NOTA: 8,5
Sonaba aquella canción de George Gershwin… ¿Cómo se llamaba? Si. Ya saben. Aquella que suena como si a Nueva York le quitasen el ruido de la gente, de los coches y todas esas cosas… ¡Ah!¡Ya recuerdo! “Rhapsody in Blue”. Eso es. Todavía recuerdo la noche en que conocí a Woody. Sonaba “Rhapsody in Blue”. Yo entonces era un adolescente portador de un cóctel de emociones bastante importante. Mil miedos me asaltaban, amaba y odiaba a la vez o pasaba de la tristeza al odio en cuestión de segundos. Entonces apareció él. Un tipo menudo y de edad avanzada que alardeaba de su desorden emocional con una naturalidad pasmosa. Caí rendido a sus pies. Lo reconozco. Dejé de ver otro cine. Vivía rodeado de “Hanna y sus hermanas”, de “Annie Hall”, de “Alice”… A la derecha, Broadway. A la izquierda, la Quinta Avenida. Todo eran lujos y fiestas, hasta que un día se fue y me dejó solo y abandonado en aquella enorme ciudad de luna triste.
Veinte años han tenido que pasar para que Woody Allen vuelva a Nueva York para construir un retrato de esos que van un paso más allá de lo que la gente se atreve a contar. “Blue Jasmine” es tristeza en estado puro. Un sentimiento del que no todo el mundo puede hablar. Pero no una tristeza cualquiera. La tristeza irreversible. La que se siente al ver una barca desvencijada y solitaria en medio de una playa, condenada a pudrirse poco a poco. La Jasmine de Cate Blanchett surcaba las aguas más imponentes de los siete mares, pero ahora está perdida y eso tiene difícil remedio. Si la comicidad aparece en alguna parte es en el ridículo que llevan aparejados personajes tan hundidos en el drama. El patetismo siempre ha tenido cierta gracia cuando puedes verlo desde una distancia prudencial.
Una de esas mujeres en las que el glamour es algo más que una pose se ve de repente arruinada, abandonada por su marido y sin un centavo en el bolsillo. Esa es Jasmine. Una mujer sin margen de reacción. Sin rumbo. Atenazada por la tristeza y el miedo a un mundo desconocido y que siempre había considerado demasiado lejano a ella, casi ficticio. Jasmine es incapaz de vivir el presente, porque le gusta demasiado poco y es ahí cuando el dolor de la mujer se multiplica por cien, ya que sufre por su presente, sufre por su pasado y sufre por su futuro. Demasiado para un solo corazón. El alcohol y los antidepresivos son el único consuelo que encuentra al verse obligada a mudarse a San Francisco junto a su hermana (Sally Hawkins), una mujer humilde que vive en un pequeño apartamento.
El pasado te atrapa, y si no que se le digan a Jasmine. Mientras intenta adaptarse a una forma de vida para la que no es apta, Jasmine viaja una y otra vez al pasado. A esos momentos en los que su vida estaba completa, antes de saber que su marido (Alec Baldwin) le era sistemáticamente infiel y antes de que el F.B.I. le metiese en la cárcel por sus múltiples estafas al más puro estilo “Madoff”. Unos viajes que Allen nos ofrece con una sutileza extremadamente agradable. No son burdos flashbacks que cambien el ritmo traumáticamente. Son paralelismos. Contrastes. Un alarde narrativo de un director y guionista que recupera el pulso que siempre fue propio de él.
“Blue Jasmine” es todas estas cosas, pero por encima de ellas es Cate Blanchett. La interpretación de la actriz australiana va más allá de lo sublime. Ella es Jasmine. Ella es el centro. No se enfrenta a un personaje. Se enfrenta a un cristal hecho añicos e imposible de recomponer. Sabe de la fragilidad enfermiza de un personaje sin salvación, y la transmite de manera sobrecogedora. La guinda para una cinta ya básica en la filmografía del menudo director.
No se equivoquen, “Blue Jasmine” no es la mejor película de Woody Allen de los últimos veinte años, pero si su obra más esencialmente propia. Una maravilla que respira honestidad emocional por todos sus poros. Todo esto me ha hecho recordar aquella noche en la que conocí a Woody. Sonaba aquella canción de George Gershwin. “Rhapsody in Blue” se llamaba… ¿O era “Blue Moon”?
Héctor Fernández Cachón