Nota: 8
Hace la friolera de veintiún años llegaba a nuestras salas la película que marcaría a millones de niños alrededor del mundo y a no pocos adultos, “Jurassic Park”. Una auténtica revolución del maestro Steven Spielberg que, en cualquier caso no sería la primera. En 1975 el director ya lograba atar a la gente a las butacas con la mítica “Tiburón”. En ambas cintas la fórmula era similar: dosificar a las criaturas que nos amenazan para multiplicar su efecto cada vez que aparecen en pantalla. El tiempo ha pasado y mucha gente se sigue preguntando por qué los dinosaurios de Spielberg siguen estando mejor hechos que cualquier criatura que se vea ahora por elevado presupuesto de que se disponga. La respuesta es muy sencilla: poco más del diez por ciento de los planos de la cinta tienen efectos visuales. Menos es más. Dosifico, preparo al espectador, controlo el tempo y… ¡Zas! Así se convierte a una obra en leyenda. Así el cine se transforma en maravilla. Así lo ha hecho Gareth Edwards en “Godzilla”.
Muchas eran las opiniones de disconformidad al salir de la proyección de “Godzilla”, debido principalmente a que nuestro gigantesco amigo no irrumpe en pantalla hasta casi pasada una hora. Probablemente tantos excesos han acabado por atrofiar el paladar del espectador, ya que “Godzilla” es trepidante durante cada minuto de su metraje sin necesidad de acudir a la pirotecnia habitual. No deja de resultar maravilloso encontrarse blockbusters tan precisos y preciosos en su acabado. “Godzilla” tiene sus buenas dosis de destrucción, sus momentos trepidantes y todo lo que se le puede exigir a una película que tiene como protagonista a especie de terápodo de más de cien metros de altura, pero también es oscura y elegante. También abraza a la criatura como lo que es: una leyenda. Y toda leyenda ha de estar revestida del adecuado misticismo.
Gareth Edwards se ponía a los mandos de tamaña empresa llegando directamente desde el mundo del cine indie. Allí triunfó con el intimismo y la oscuridad de “Monsters”. Ahora, con todas las miradas clavadas en su nuca, el director ha mostrado el aplomo de los más grandes con una fidelidad absoluta a los principios que rigen su cine. No busca conquistar solamente a nuestras retinas. Sus objetivos son nuestros cinco sentidos. Sirva como ejemplo la partitura de Alexander Desplat, muy lejos del mesianismo musical propio de los compositores en este tipo de cintas. Esto no es ruido y explosiones, amigos. Esto es música y suspense.
Pero no todo es perfecto en “Godzilla”. Hablar de un reparto compuesto por Bryan Cranston, Aaron Taylor-Johnson, Elizabeth Olsen, Juliette Binoche o Ken Watabe augura cosas mejores que las que nos ofrece la plantilla del filme. Si bien todos están correctos dentro de su rol, el problema viene de más arriba. Ninguno de los personajes de la cinta disfruta del desarrollo apropiado, prescindiendo además del más dibujado de ellos de forma demasiado prematura. Sin animo de hacer spoilers, el guión de “Godzilla” tiene la torpeza de dejarnos sin el metrónomo dramático de la cinta cuando más entusiasmados estamos. Por suerte el testigo lo recoge el bueno del animalito pocos minutos después, ayudándonos a encontrar de nuevo el camino cuando más perdidos estamos.
Así las cosas, “Godzilla” irrumpe en nuestras carteleras con apariencia de blockbuster veraniego, pero con esencia de cine del bueno. No se dejen engañar por los yonkis de la adrenalina. “Godzilla” es la superproducción que habría rodado Spielberg y con secuencias que habría firmado el mismísimo Hitchcock. Pero, sobre todo, “Godzilla” es la cinta que amaríamos eternamente si nos hubiese pillado de niños.
Héctor Fernández Cachón