Nota: 9
… Y el hombre de la mirada turbia volvió a hacerlo. El paso del tiempo es, lejos de consideraciones más frívolas, un elemento enriquecedor de todas las dimensiones humanas. La pureza de sentimientos y pensamientos con que un preadolescente ha gestionado los quehaceres de su vida mutan con el efecto de los años. Los blancos y los negros empiezan a diluirse en una extensa gama de grises que va creciendo día tras día. Los caminos a tomar pasan de dos a tres y de tres a trecientos. Ya no solo se ama y se odia. Dentro de tan trascendentales y rigurosas emociones empiezan a brotar rencores, admiraciones, añoranzas y un sinfín de elementos que, a priori chocarían frontalmente con la esencia misma de tales sentimientos. Es posible. Así enriquece el tiempo. Una riqueza cuantitativa. Lo de cualitativa lo dejamos a la opinión de cada uno. Lo que está claro es que ese hombre de la mirada turbia que responde al nombre de David Fincher ha vuelto a hacerlo. Ha logrado de nuevo dotar a las emociones básicas de tantas dimensiones y tan variados matices que, en esta ocasión incluso logra que olvidemos cual es el punto de partida. ¿Amábamos u odiábamos?
Desde que firmase “Zodiac” allá por 2007, Fincher no había logrado una película tan redonda. Si bien es cierto que “El Curioso Caso de Benjamin Button”, “La Red Social” o la adaptación de “Millenium” son obras nada despreciables, ninguna de ellas muestra con tanta rotundidad el desconcertante y estremecedor estilo de un director que no conoce de sonrisas complacientes. Lo suyo tampoco el ir por la vida dando guantazos. Fincher es más sutil. Se te acerca lentamente con el rostro helado y te va arrinconando mientras tu observas con todos los músculos de tu cuerpo tensionados en una eterna espera hasta que llega frete a ti. Ahí es cuando captas todas las dimensiones de su mirada. Ese es el momento en el que “Perdida” te congela la sangre.
La misteriosa desaparición de Amy (Rosamund Pike) el día de su quinto aniversario está a punto de transformar la vida de su esposo Nick (Ben Affleck) en una auténtica montaña rusa. El feliz retrato de su matrimonio ofrecido por el hombre se tambalea al mismo ritmo que su extraña conducta comienzan a situarle como el principal sospechoso. Comienza así la lucha entre lo simple y lo complejo. Esos sentimientos tan sencillos y unidimensionales que atribuíamos a preadolescentes, pero de los que la opinión pública y nosotros como partes de una masa somos auténticos adalides. La contraposición entre la división de malos y buenos que hacemos cuando las vidas son de otros y la infinita variedad de dimensiones que tienen las cosas cuando se va profundizando más. Este es el terreno de Fincher. Nick y Amy son los elementos con los que él disfruta. Criaturas que se aman hasta el infinito, pero que también se odian con todas sus fuerzas. Sentimientos enfermos, demasiado complejos y turbios como para que los entienda alguien más que ellos mismos.
El thriller con el que se nos agarra en un principio llega, por momentos a arrancarnos confusas carcajadas. Las risas de quien presencia algo que escapa a su comprensión por el mero motivo de que no es su propia vida. La elección del matrimonio como el caldo de cultivo más apropiado para desarrollar el lado más puro y oscuro de las emociones no podría haber sido más acertado. Fincher se encuentra como pez en el agua. Nada le había permitido disfrutar tanto en una de sus insanas construcciones como la novela de Gillian Flynn que toma como punto de partida. Ben Affleck y Rosamund Pike le ponen rostro a esas mil dimensiones con tal maestría, que de ellos extraemos la conclusión más simple del filme: Ambos están jodidamente perfectos.
Hace casi dos décadas desde que David Fincher firmase “Seven”. Veinte años disfrutando de uno de los directores con más estilo y clase que ha dado esta cosa tan curiosa llamada “cine”. No es hombre piadoso, ni amable. No va a buscar lágrimas, ni sonrisas. Eso es demasiado simple. Lo suyo es amenazar y aturdir. Sembrar de dudas las obviedades. Él es hombre de la mirada turbia y, en “Perdida” lo ha vuelto a hacer.
Héctor Fernández Cachón