Seguramente se trate de uno de los pasajes más oscuros de la historia moderna de Europa. El 26 de abril de 1986, el Reactor número 4 de la Central Nuclear de Chernóbil saltaba por los aires. En el último aliento de la Unión Soviética, tras años de tira y afloja con gran parte de occidente, el final de la Guerra Fría llegaba de la forma más inesperada posible. Y es que, aquella triste jornada, algo se rompió en el orgullo de un pueblo.
Mucho se ha hablado sobre esta catástrofe de épicas proporciones. Oír la palabra “Chernobyl” provoca un escalofrío instantáneo en la espalda del más pintado. Y es con aquel estallido comenzaba una utilización propagandística y política infame del incidente. A unos les interesaba el desprestigio; a otros el ocultismo. Sin embargo, la realidad es que en la localidad de Prípiat (Ucrania) y en muchos kilómetros alrededor, miles de personas sufrían las consecuencias. Personas olvidadas (hasta 5 millones en las áreas contaminadas) a las que Adolfo Schreier ha puesto rostro, voz y alma en El último liquidador.
Efectivamente, el poderoso cortometraje que acaba de ver la luz se convierte en un retrato tan íntimo, como espectacular de los hombres que decidieron jugárselo todo para salvar a su gente. Personas que, lejos de cualquier consideración de macropolítica o “conspiranoide”, se lanzaron a una muerte segura para paliar los efectos de un desastre salvaje. Así, con el rostro del genial William Miller y con una puesta en escena digna de cualquier superproducción, el cortometraje El último liquidador se convierte en el retrato de un simple hombre en medio de la inmensidad del desastre.
Estruendosamente íntima. Así es una pieza audiovisual de singular potencia y llamada a acaparar premios en los próximos tiempos. Y es que no se ven todos los días obras tan honestas y respetuosas como El último liquidador.