Se suele decir que las apariencias engañan, pero no pueden ni imaginarse hasta que punto resulta cierta tal afirmación. Incluso el más normal de nosotros y el más común de los seres humanos guarda un elemento turbio en su interior. Es una fiera que permanece atada en lugares recónditos de nuestra anatomía. Un leviatán al que de vez en cuando no somos capaces de controlar y que cuando se escapa, tiende a sembrar el caos. Los más afortunados o los más robustos son capaces de refrenar sus envestidas la mayoría de las veces. Otros acaban por sucumbir ante el poder de la bestia, convirtiéndose en prisioneros de ella. Brandon es uno de esos prisioneros. Él no tiene el control. Lo tiene su lado más turbio. Eso es “Shame”. Un hombre víctima de si mismo. Un tipo perdido en una lucha constante que no puede ganar. Una espiral de autodestrucción.
Antes de levantar decenas de premios (Oscar incluido) por “Doce Años de Esclavitud”, el irlandés Steve McQueen era uno de esos tipos radicales en sus planteamientos cinematográficos y gracias a tal estilo existen cintas tan geniales como “Hunger” (2008) y la cinta que hoy nos ocupa, “Shame” (2011). La coartada de la que se sirve el director es la adicción al sexo de su protagonista. Es el pretexto ideal para deconstruir a su personaje en su descenso a los infiernos. La lucha interior de un hombre incapaz de encontrar la paz interior y la satisfacción mostrada en planos largos, en carreras eternas y en miradas perdidas hacen de “Shame” una de las cintas más perturbadoras que ha dado la industria en mucho tiempo. Pese a su estilo poco digerible para las masas, la cinta de Steve McQueen tendía sus redes sobre aquellos que se atrevían a enfrentar sus propios miedos, convirtiéndose al instante en cinta de culto.
Buena parte de que “Shame” sea tan extremadamente brillante la tiene su protagonista, Michael Fassbender. Cuesta imaginar una interpretación más extrema y valiente que la que este alemán de nacimiento e irlandés de corazón se marca en la cinta. Entregado en términos absolutos a un papel de esos que se clavan en lo más hondo. Cada paso, cada gesto y cada mirada del intérprete muestran la enfermedad del alma que le va destruyendo poco a poco. Una cerilla que al acercarse al personaje de Carey Mulligan logra incendiar la pantalla como pocas veces se ha visto. Dos personas perdidas incapaces de superar la tragedia que arrastran.
Enfrentarse a “Shame” es una experiencia no apta para cualquiera. La intensidad de cada minuto es capaz de embriagarnos hasta alcanzar el aturdimiento absoluto. El día que estén preparados para enfrentarse al infierno y a si mismo, solo ese día podrán disfrutar de “Shame” como lo que es: Una de las cintas más brillantes que ha dado el cine moderno.
Héctor Fernández Cachón