Corría el año 1975. Por aquel entonces, un jovencísimo Steven Spielberg decidía amargarnos las vacaciones playeras para siempre y marcaba el inicio de la era de los blockbusters. Tiburón resultaba un exitazo sin precedentes. Había nacido un clásico del cine que, como no podía ser de otro modo, se intentaría exprimir hasta la saciedad.
¡Abran paso, porque aquí llega nuestra película “buemala” favorita! Después de la legendaria primera entrega de Tiburón, las sucesivas secuelas irían perdiendo calidad progresivamente. Todas y cada una de ellas era más olvidable que la anterior, pero lo que no imaginábamos es que fuésemos a encontrarnos con una película tan gloriosa en la cuarta entrega.
Ellen Brody aún vive en el pueblo isleño de Amity, pero sus hijos Sean y Michael ya no trabajan en el Sea World, y su marido hace tiempo que murió de un ataque al corazón provocado por su miedo a los escualos. Sean, que es policía, una noche de Navidad tiene que acudir a una llamada para desenredar un tronco de una boya y es devorado por un gran tiburón blanco. Su madre piensa que se trata de una venganza contra su familia, por lo que su hijo Michael decide llevársela con su mujer y su hija lejos de Amity.
Efectivamente, estamos ante una película… ¡En la que un tiburón blanco busca vengar a sus familiares fallecidos en las anteriores películas! Así es, queridos amigos. el calibre de la amenaza parece bastante pobre, ya que no acercarse al mar parece suficiente como para estar a salvo. Sin embargo, nuestros protagonistas deciden mudarse a un lugar con buenas playas. Por si no fuese suficiente con un tiburón vengativo, resulta que sale Michael Caine. Simplemente brillante.