La obsesión extraterrestre: Encuentros en la Tercera Fase, Contact y La llegada.

La llegada (Denis Villeneuve, 2016) es una invitación. Un fascinante rompecabezas que cuenta, mediante una narración no lineal, la visita de unos seres extraterrestres que conciben el tiempo de modo no lineal. ¿A quién sino a un genio se le ocurriría un planteamiento tan sorprendente? La película empieza y acaba con los mismos recuerdos (¿puede un recuerdo no pertenecer al pasado?), en una reivindicación del tiempo como elemento diferenciador; como esencia de un filme complejo e hipnótico.

Amy Adams interpreta a Louise Banks, una lingüista elegida por el gobierno estadounidense para averiguar qué intenciones ocultan las naves alienígenas que permanecen inmóviles a pocos metros de la superficie terrestre de varias ciudades del planeta. Pero para obtener respuestas deberá aprender el lenguaje de los misteriosos invasores.

La fotografía, de tonos grises, inspirada en la obra de la artista sueca Martina Hoogland Ivanow, cuyo trabajo se describe como una meditación visual sobre la distancia física y emocional, regala imágenes que entran directas al fondo de la mente y se condensan en una idea melancólica y recurrente. No sucede así por casualidad: Villeneuve quería transmitir la nostalgia de un niño que mira a través de la ventana del autobús escolar, en un día triste y lluvioso. Para ello creó, con la ayuda del director de fotografía Bradford Young (candidato al Óscar por su trabajo), un efecto llamado Dirty Sci-Fi.

También colaboró con el guionista, Eric Heisserer. Entre ambos desarrollaron un completo manual de lenguaje alienígena. La escritura consistía en trazos circulares con distintos motivos, obra de la pintora Martine Bertrand. De los más de cien dibujos que se hicieron, 71 aparecen en la película.

La llegada profundiza en la idea de que el lenguaje condiciona el comportamiento de sus hablantes y, por lo tanto, el modo de entender la realidad. Esta teoría se conoce como hipótesis Sapir-Whorf (con tantos defensores como detractores) y nos conduce a otras preguntas: ¿podría la lectura otorgar facultades milagrosas? ¿Puede una persona programarse mediante conocimiento? En el caso de que así fuera, ¿sería capaz de agudizar sus sentidos hasta el punto de entender la textura de las dimensiones (entre ellas la temporal) de forma distinta a la de personas sin esa programación?

La obsesión por la comunicación con seres extraterrestres engloba un buen puñado de obras literarias (destaca El mundo y sus demonios, de Carl Sagan, por su certero análisis de la ignorancia humana) y otras tantas cinematográficas, las cuales podrían reducirse a tres títulos: Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977), apoyada en un guion que, tras pasar por varias manos, acabó escribiendo el propio Spielberg; Contact (Robert Zemeckis, 1997), basada en la novela de Carl Sagan (a quien Zemeckis dedicó la película) y La llegada, escrita por Eric Heisserer a partir del relato Story of Your Life, de Ted Chiang, quien a su vez se inspiró en la célebre frase de Einstein: «La distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión persistente».

Contact y La llegada comparten muchos detalles y una idea principal: que el amor es el único sentimiento capaz de dar sentido a la vida y traspasar los confines del universo. Común es también el brillo de sus estrellas principales (Jodie Foster en el caso de Contact; Amy Adams en La llegada). Sin embargo, la película de Zemeckis, si bien notable en el aspecto visual, perdía fuerza por el débil retrato de sus secundarios (James Woods interpretaba a un excesivo y desdibujado jefe de la Agencia de Seguridad Nacional; McConaughey era un improbable sacerdote que trataba de dar respuesta a las dudas teológicas), mientras que La llegada, más sofisticada y ambiciosa, funciona mejor como ejercicio al servicio exclusivo de Adams (incomprensiblemente ninguneada en los Óscar, al igual que la envolvente banda sonora de Jóhann Jóhannsson). Ella se convierte en el prólogo y epílogo de la historia. El resto del reparto, con escasa presencia en la pantalla, cumple su cometido: correcto y comedido Jeremy Renner; menos acertado Whitaker en un papel que, quizá deliberadamente, ridiculiza la figura del militar con diálogos como éste:

[gruñidos en una grabación]

Coronel Weber: Ya lo ha oído, ¿qué le parece? Quiero que lo traduzca.

Louise Banks: Es imposible traducirlo sólo a partir de una grabación. Necesitaría estar con ellos.

Coronel Weber: No le hizo falta para traducir del farsi.

Más allá de estas pequeñas imperfecciones, La llegada es un filme imprescindible. Una película sobre la pérdida, sobre el dolor y la soledad, que nos recuerda que empezamos a morir cuando nacemos y subraya que la gestión individual del tiempo (de nuevo el tiempo) y la pasión con la que recorramos nuestro camino serán lo que otorgue sentido a la existencia.

La llegada es un mensaje en sí misma. Un laberinto de sentimientos. Un palíndromo de emociones. No en vano, el nombre de Hannah o las notas de violín en la última escena son palíndromos. Se leen igual de izquierda a derecha, de derecha a izquierda; suenan igual de principio a fin, de fin a principio. (Curiosamente, el apellido del actor principal, Renner, también es un palíndromo).

Esto es lo que parece querer decirnos Villeneuve: si tiene un hijo, abrácelo. Hoy, ahora. Y vuelva a abrazarlo mañana. Y pasado.

Hijos, padres, amigos, hermanos.

Hay tiempo.

Aún.

 

La llegada es una invitación.