Los Inmortales son seres de una raza especial que sólo pueden morir decapitados entre sí. Viven desde hace siglos entre los hombres, pero ocultando su identidad. Unos defienden el Bien, otros, el Mal. Una maldición los obliga a luchar entre sí hasta que sólo quede uno de ellos. El escocés Connor MacLeod (Christopher Lambert) es uno de los supervivientes del clan de los Inmortales que ha llegado hasta nuestros días.
Sean Connery, música de Queen… Casi era imposible que Los Inmortales no resultase un exitazo descomunal. La película aterrizaba en nuestros cines allá por el año 1986, convirtiéndose de forma inmediata en una de las grandes películas de la década. Todo funcionaba a las mil maravillas, por lo que no era de extrañar que la idea de una secuela pronto se colocase sobre la mesa. El asunto tenía todas las papeletas para resultar una especie de Terminator 2. Reparto, equipo creativo y hasta el director repetían en el regreso del filme, pero lo que estábamos a punto de presenciar era una de las secuelas más horribles de cuantas nos ha dado la historia del cine.
Su título de Los inmortales II: El desafío ya destilaba una esencia a cutre, pero nadie podía imaginar las dimensiones del patinazo. El mérito de tan infame cinta no radica simplemente en ofrecernos 90 minutos de lamentable cine, sino en destruir parte del aura enigmática que había logrado embriagarnos en la primera entrega. Efectivamente, la película logra la difícil misión de hacer peor a su antecesora y de mancillar el recuerdo de un filme imprescindible. De las dos siguientes secuelas de “Low cost” ya ni hablamos…
Se podría haber logrado una secuela igual, pero peor, imposible.