A mi que me den un dinosaurio y ya soy el tipo más feliz del planeta. Si eres de los que consideran que El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) ya merece la pena solo por el hecho de introducir un pequeño dinosaurio durante unos segundos, bienvenido al club. Y es que, pese a que la afición a las extintas criaturas es algo que debíamos haber dejado atrás en la infancia, algunos todavía mantenemos nuestra dinoadicción.
¿Quién tiene la culpa de todo? Pues Steven Spielberg. El genial director se sacaba de la manga, allá por 1993, una de las películas más inolvidables de la historia del séptimo arte. Hablamos, como no podría ser de otra forma, de Jurassic Park. Un filme que, curiosamente, sigue luciendo imponente con el paso de los años. Da igual cuanto tiempo transcurra, ya que los dinosaurios de Spielberg nunca han dejado de impresionar. Un trabajo glorioso y, por mucho que avance el mundo de los efectos visuales, inigualable.
Efectivamente, la clave de Jurassic Park estuvo en el escaso uso de trabajos digitales. Solo un 12% de los planos de la película mostraban algún efecto. Así, el suspense resultaba la clave de un filme que, curiosamente, costaba unos “míseros” 63 millones de dólares. Sobre el papel, la cifra parece impresionante. Sin embargo, lo realmente llamativo es que cualquier blockbuster viene costando unos 150/200 millones de dólares, para logra un resultado bastante peor, también a nivel estético, que el de Jurassic Park.
Lo de los efectos especiales está muy bien, pero nunca deben sustituir a la imaginación y al buen hacer narrativo. Por eso Jurassic Park es crema y la mayoría de superproducciones, no.