Era el año 2005 y el género no gozaba de muy buena salud. A pesar de que Sam Raimi había conseguido que las cintas de superhéroes volviesen a lucir en taquilla gracias a su Spider-Man, la realidad es que el género carecía de identidad alguna. Lo normal era que cualquier adaptación a imagen real de las viñetas de un cómic terminase en desastre. Algo que sucedía una y otra vez sin remedio.
En esas, un tipo llamado Christopher Nolan decidió poner orden en el asunto cinco años después de firmar la descomunal Memento y tras la más discreta Retrato de una obsesión, Warner se la jugaba con un director de escasa experiencia, pero de descomunal talento. Sus ideas para el nuevo Batman eran más que sugerentes. La intención del director británico no era otra que la de lanzarse con una versión del justiciero de Gotham mucho más realista y oscura. Una fórmula que sonaba extraña.
Las legiones de fans llegaban entonces a los cines con enorme escepticismo. Después de las infames tres películas de Joel Schumacher, nadie esperaba que la cosa fuese a funcionar muy allá. Además, el Batman cabreado e intensito de Christian Bale tampoco terminaba de cuadrar entre un público que tenía las retinas hechas a la mezcla entre lo gótico de Tim Burton y lo fluor de Schumacher. Pero de repente, la magia.
Batman Begins ponía el género patas arriba. De repente, se abría un amplio abanico de posibilidades delante de las narices de creativos y estudios. Una ranura por la que se colaban decenas de proyectos que, a la postre, marcaban el cine de las siguientes dos décadas. Algo que hoy todavía dura.
En el año 2005 nadie podía imaginar que el cine de superhéroes se convertiría en la gran mina de oro del cine del nuevo milenio. Un camino abierto por Christopher Nolan y esa obra maestra llamada Batman Begins.