Brian De Palma, como muchos de sus compañeros de generación es un director con magnífico pulso para retratar el mundo del hampa. A medio camino entre los gánsters con clase de Coppola y los gánsters reales de Scorsese, el director de Nueva Jersey se acerca esta vez a la vertiente más cruda y realista del crimen organizado (al contrario que en Los Intocables de Eliot Ness) para narrar una historia salvajemente violenta con un estilo tan feroz e intenso que convierten a la obra en una de las cumbres del género: El precio del poder (Scarface).
Tony Montana es un emigrante cubano frío e implacable que se instala en Miami con el propósito de convertirse en un gángster importante, y poder así ganar dinero y posición. Con la colaboración de su amigo Manny Rivera inicia una fulgurante carrera delictiva, como traficante de cocaína, con el objetivo de acceder a la cúpula de una organización de narcos.
Durante casi tres horas asistimos al progresivo proceso de deshumanización de un Tony Montana que acaba por ser un auténtico monstruo. Ni la amistad, ni el amor (magnífico personaje el de Michelle Pfeiffer) pueden aplacar a un individuo desatado que, no obstante conserva nuestra simpatía en todo momento. De eso tienen buena culpa las buenas artes de ese maestro de la sordidez llamado Brian De Palma y ese megalómano que firma el guion y que responde al nombre de Oliver Stone. Pero, por encima de todo, si algo brilla en este sucio retrato del poder eso es la figura del grandísimo Al Pacino. El cine no sería lo mismo si él no hubiese existido. Aquí se marca una de esas interpretaciones que cortan la respiración. Terrible e impecable. Ahora, en Netflix y Filmin.