La sombra de los aliens y de los replicantes es alargada. Cuando tu segunda y tu tercera obra son dos clásicos indiscutibles y referentes dentro de la historia del cine, tienes un auténtico problema. Si no, que se lo pregunten a Ridley Scott que tras firmar Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982) se enfrentaría al agravio comparativo con cada una de sus nuevas cintas. Pese a que el director británico nunca perdió su buen hacer tras las cámaras (véase si no Thelma y Louise), no lograría cerrar la boca a todos sus detractores hasta el año 2.000, cuando firmaba la brillante cinta que hoy nos ocupa. Gladiator se alzaba con el Premio de la Academia a la mejor película y, sobre todo conquistaba al público de manera incomparable, convirtiéndose desde su estreno en referente cinematográfico para toda una generación.
Pasión es estado puro, Gladiator devolvía también a la cresta al “Péplum”, un género perdido tiempo atrás. El pulso de Scott unido a las magníficas interpretaciones de Crowe y Phoenix dan como resultado una cinta plagada de amores, traiciones, honor y todos los ingredientes necesarios para encadenarnos a la butaca durante 150 minutos. Todo fluye con sencillez y solemnidad en una cinta que nunca nos cansaremos de ver, pero que a muchos críticos no les entró demasiado bien.
“Un espectáculo honorable e inofensivo, sin nada extraordinario por lo que recomendarlo”, afirmaba The New York Observer con un poco más de tacto que otros medios a la hora de mostrar su irrelevancia hacia la película. De hecho, LA Weekly no dudaba en calificar a Gladiator como una película “sin sentido alguno”. Ver para creer. Por suerte, los espectadores ponían las cosas en su sitio.