Disney lo ha vuelto a hacer. No “ha vuelto a emocionarnos”, ni mucho menos. Lo que ha hecho es reincidir. Porque Blancanieves (2025) no es una película: es un powerpoint millonario que intenta parecer cine. Es lo que pasa cuando una empresa que ha olvidado cómo contar cuentos intenta reescribir el primero de todos.
Rachel Zegler encarna a una nueva Blancanieves “empoderada”, término que aquí se traduce como “con cara de estar enfadada todo el rato”. Si en el clásico del 37 la protagonista irradiaba inocencia y ternura, en esta versión lo que transmite es hartazgo… y un poquito de desprecio por el propio material original. La actriz, que ya venía envuelta en polémicas declaraciones sobre lo desfasado del personaje, cumple su cometido: dinamitar desde dentro la esencia del cuento. Si fuera una reinterpretación con alma, podríamos celebrarlo. Pero esto es simplemente hacer por hacer.
Gal Gadot, por su parte, interpreta a la Reina Malvada como si estuviera de after en una gala de los MET. Su belleza es indiscutible, sí, pero cuando llega el momento de actuar, parece que le han pedido que imite a Maléfica… con resaca. La villana tenía potencial para ser el único bastión de carisma del film, pero la interpretación plana y una dirección sin pulso acaban por disolverla en el fondo decorativo.
Hablando de decorados: los efectos especiales tienen la textura de una tienda online de disfraces. El CGI campa a sus anchas, sobre todo en la representación de los “nuevos enanitos”, que no son ni enanos ni personajes, sino una amalgama de píxeles sin alma. Lo más sangrante: entre ellos aparece un actor con enanismo de verdad, interactuando con los enanos generados por ordenador. No es un gag de Scary Movie, es la película real.
En lugar de aprovechar esta oportunidad para dar trabajo a actores de talla baja, Disney opta por digitalizar lo que antes era humano, lo que dice mucho del estado de una industria que prefiere gastar en renderizados que en representación real. El resultado es frío, artificial, como si cada escena hubiera sido aprobada por un comité de marketing antes que por un director de cine.
El príncipe ya no es príncipe, sino un ladrón reformado (por lo visto, ser noble es demasiado heteropatriarcal) y las canciones, si se pueden llamar así, suenan a catálogo de baladas para anuncios de perfumes. No hay emoción, no hay épica, no hay magia. Lo que sí hay es una obsesión enfermiza por convertir cada frase en un mensaje político reciclado de TikTok. Nada sutil. Nada que emocione. Todo muy discutido en salas de Zoom.
Visualmente, la película tiene el brillo de un protector de pantalla y el alma de un catálogo de IKEA. La paleta de colores, saturada hasta rozar el neón, convierte el bosque encantado en una rave ecológica, y la casa de los enanitos parece diseñada por alguien que no ha pisado un bosque en su vida, pero ha visto muchas veces Frozen.
¿Y el guion? Si existía, no se nota. Una colección de frases hechas, chistes sin gracia y giros narrativos que solo tienen sentido si tu audiencia tiene menos de cinco años… o no le importa en absoluto lo que está viendo. Porque Blancanieves(2025) no pretende contar una historia. Pretende sobrevivir al bochorno.
Lo peor es que esta película no es un error aislado: es parte de una tendencia autodestructiva. El remake por contrato. El “vamos a hacer esto porque toca”. La revisión sin respeto. La nostalgia monetizada sin el menor intento de aportar algo nuevo más allá de un barniz ideológico que, lejos de enriquecer el cuento, lo convierte en una sesión de reeducación sin alma ni emoción.