Pocos directores han vivido una época tan brillante como la de Clint Eastwood en los 90 y la primera década de los 2.000. Más allá de ser uno de los actores más icónicos de la historia del cine, la realidad es que nuestro adorado Clint siempre ha hecho gala de una sensibilidad inusitada detrás de las cámaras. Un talento sorprendente el que se guardaba un tipo que siempre fue de los duros del cine. Y un camino que alcanzó lo más alto con Mystic River.
Son muchas las grandes películas que se pueden encontrar en la filmografía de Clint Eastwood durante estas dos décadas. Sin perdón es excelsa y eso lo sabe cualquiera. Tres cuartos de lo mismo ocurre con Million Dollar Baby. Puede que en un segundo plano aparezcan Cartas desde Iwo Jima, Los puentes de Madison, Bird, Un mundo perfecto o Gran Torino. En cualquier caso, hablamos siempre de obras de gran altura. Sin embargo, algo tiene Mystic River que toca el corazón y agita la sensibilidad de una manera particular.
Cuando Jimmy Markum (Sean Penn), Dave Boyle (Tim Robbins) y Sean Devine (Kevin Bacon) eran unos niños que crecían juntos en un peligroso barrio obrero de Boston, pasaban los días jugando al hockey en la calle. Pero lo que le sucedió al pequeño Dave marcó para siempre las vidas de los tres amigos. Veinticinco años después de lo ocurrido, de nuevo la tragedia los une: el asesinato de Katie (Emmy Rossum), la hija de 19 años de Jimmy. Sean es policía y le asignan el caso de dar con el responsable, mientras Jimmy busca tomarse la justicia por su mano
Lapidaria completamente. Una de las mejores cintas jamás rodadas. Mystic River es una auténtica obra maestra en todos los sentidos. Cruda y dolorosa, la película disecciona a sus personajes hasta lo obsceno. Una auténtica montaña de sombras que, partiendo de la novena de Dennis Lehane, nos lleva a un viaje de no retorno. Mystic River no es una película que ves. Mystic River es una película que te ve.