Imagínense ustedes a un chico hindú llamado Piscine “Pi” Molitor Patel (bautizado en honor a la más hermosa piscina pública del mundo, situada en París). Pongamos que el joven en cuestión es hijo de los propietarios de un zoológico y que ha crecido rodeado de los animales más exóticos del planeta. Piensen en una difícil coyuntura económica que obliga a “Pi” a emigrar a América junto a su familia y todas las criaturas del zoo. Sueñen con un gigantesco barco que se enfrenta a una monstruosa tormenta en medio del Océano Pacífico y que acaba por naufragar. Sueñen… Sueñen ustedes con que nuestro protagonista sobrevive a una balsa que deberá compartir con una cebra, una hiena, una orangután y un tigre de bengala llamado Richard Parker. Sueñen ustedes, que Ang Lee lo creará.
El director taiwanés se pone un traje cortado a su medida gracias a la aclamada novela de aventuras “La vida de Pi”, escrita por Yann Martel. Tras demostrar en más de una ocasión que el terreno de la fábula es donde encuentra mayor comodidad (lo es “Tigre y dragón” y lo es, a su manera “Comer, beber, amar”), Lee se enfrentaba con “La vida de Pi” al mayor reto de su carrera, tanto a nivel estético, como narrativo. Enorme presupuesto, grandes expectativas y todos los ojos de la industria puestos en él. Un reto del que el afable realizador sale victorioso, aunque con algún “pero”.
Conseguir la atención del espectador durante dos horas cuando tu set de rodaje se reduce a una pequeña balsa en medio del océano no es una tarea sencilla. Hay que utilizar alguna artimaña narrativa para que la gente no abandone la sala de cine cuando el efecto de la lucha tigre-hombre pierda su “punch” inicial. Para lograrlo, la fórmula de la que se sirve Ang Lee es de la narración en “Flash-Back”, que nos permite coger una bocanada de oxígeno de vez en cuando, en esos momentos en los que la inmensidad de la nada comienza a aturdir nuestros sentidos. Hábil recurso. También es un importante arranque de lucidez el hecho de tomarse con calma los casi cuarenta minutos de metraje previos al esperado naufragio. Se presenta a los personajes con la pausa necesaria, se da a conocer el contexto social con profundidad y se tienden las redes necesarias para que los espectadores vayamos aceptando el tono en el que nos moveremos. Así, de paso se quitan de encima todos los minutos de balsa que sean posibles.
Así las cosas, la trama funciona, pero de manera irregular. Como hemos explicado, el filme está claramente dividido en tres núcleos narrativos: los orígenes del personaje, la vida de Pi en el presente y el pasaje crucial de los 227 días a la deriva junto al tigre Richard Parker, ocupando cada una de ellas un tercio (aproximadamente) del metraje. El problema es que en todas ellas se estira la cuerda en exceso hasta el punto que nuestra atención decae más de lo aconsejable. Las tres consiguen aburrirnos en más de un momento. Si un defecto podemos achacarle a Ang Lee es que en todas sus obras el metraje se le va de las manos. Es un tipo de enorme paz espiritual, lo que traslada a sus películas siempre, de ahí que en cada una de sus cintas nos asalten unas poderosas ganas de zarandear al menudo director. Es parte de su encanto, pero también su gran lastre. Probablemente sea el peaje a pagar para conseguir siempre unas interpretaciones tan entonadas, ya sean la de Emma Thompson en “Sentido y Sensibilidad”, la de Heath Ledger en “Brokeback Mountain” o la del desconocido Suraj Sharma en la obra que aquí nos ocupa.
“La vida de Pi” llega esta semana en forma de DVD tras haber logrado seducir a cada país donde se ha estrenado. Todo un éxito de público y crítica que se alzaba, hace poco más de un mes con cuatro premios de la Academia (incluido el de mejor director). Es probable que no sea la mejor película del curso y que su corrección y seducción visual nos distraigan de los profundos defectos existentes, pero “La vida de Pi” es una buena inversión para dos horas de vida, además de ofrecernos el final más poderoso de cuanto se ha visto en mucho tiempo.