Es un problema eso de mirar la cartelera de cines y encontrarnos con que casi todas las salas proyectan las mismas cinco películas. No vamos a ponernos dignos y puristas en eso de arremeter contra las grandes cadenas de exhibición, ya que hay que reconocer que la calidad de las salas se ha multiplicado por cien a lo largo de estos últimos años, lo que se debe enteramente a ellas. Sin embargo, el peaje a pagar es que cada vez resulta más difícil encontrarnos con películas que no sean blockbusters, lo que se traduce en que nos perdamos filmes tan increíblemente brillantes como Goodbye Berlín.
Maik, un muchacho de 14 años marginado por su clase, crece en el seno de una familia rica y disfuncional en Berlín. Durante las vacaciones veraniegas, su alcohólica madre ingresa en rehabilitación mientras su padre se ausenta con su joven ayudante por un presunto viaje de negocios. Maik está solo en casa, en su piscina, hasta que un nuevo compañero de clase llamado Tschick, joven inmigrante ruso, aparece con un coche robado. Juntos se lanzan a la carretera sin plan aparente.
Sobre el papel, parece que oír que una comedia con espíritu de road movie llega desde Alemania ya supone sinónimo de aburrimiento. Nada más lejos de la realidad, ya que lo que vivimos en el filme son 90 minutos mágicos, como aquellos que nos ofrecía la sensacional Las ventajas de ser un marginado. Es difícil ser más divertida y más encantadora que Goodbye Berlín. Esa sonrisa constante y el regusto de cine del bueno que nos deja el filme no se paga con dinero.
¿Sabéis que es lo realmente increíble? Que ya son varias semanas las que Goodbye Berlin lleva en nuestras salas y la mayoría de cinéfilos no tendrán ni la opción de poder disfrutarla.