Siempre ha gozado del cariño del gran público, pero lo cierto es que es mucho más que una cinta entretenida y encantadora. En el año 2.000, el bueno de Robert Zemeckis nos llevaba a una isla desierta con Tom Hanks. No era la primera cinta de náufragos que veíamos, pero sí las más cruda. El personaje de Chuck Noland, interpretado magistralmente por el oscarizado actor, no se construía una encantadora mansión entre árboles, ni se hacía amigo de un chimpancé. Esto era otra cosa.
Chuck Noland, un ejecutivo de la empresa multinacional de mensajería FedEx, se ve apartado de su cómoda vida y de su prometida a causa de un accidente de avión que lo deja aislado de la civilización en una remota isla tropical en medio del océano. Tras cuatro años de lucha por la supervivencia, completamente solo en la isla, Chuck aprende todas las técnicas de subsistencia mientras sufre la tortura de la soledad. La solución: arriesgar la vida adentrándose mar adentro.
Así, con esta simple historia, Robert Zemeckis firmaba un filme revestido de cinta convencional, pero con un constante aroma a obra maestra. Cada reflexión del filme, cada miedo, cada angustia… Lo que se nos planteaba era una disección del ser humano. La soledad. Para colmo, el director nos recordaba por enésima vez su capacidad para dotar de alma cada plano de su cine. Y es que Náufrago es una de esas películas que bien habrían podido llevarse media docena de Oscars.
Siempre conviene recordar filmes tan sensacionales. En el imaginario colectivo, Náufrago quedó como una película entretenida en la que un hombre se hacía amigo de un balón. Sin embargo, Náufrago es mucho más que eso. Seguramente, una de las cintas más brillantes de las últimas décadas.