Wayne Hays es un detective de la policía de Arkansas. Junto a su compañero Roland West, se ve involucrado en la investigación de un macabro crimen desencadenado por la desaparición de dos niños en plena región de los Ozarks, en el Medio Oeste americano. Un misterio que cala en la vida personal de ambos agentes y se prolonga a lo largo de varias décadas.
Con este argumento y después de un largo parón tras su fallida segunda temporada, True Detective volvía a escena. A decir verdad, los que caímos presa de la brutal propuesta de Nic Pizzolatto con aquella inolvidable primera temporada éramos escépticos ante lo que podía ofrecernos esta nueva tanda de episodios. Sin embargo, ya está claro que se trata de una de las mejores series de los últimos tiempos, ya que el nivel de esta joya resulta incomparable.
True Detective vuelve a noquearnos. Con muchas similitudes estructurales respecto a la primera temporada, esta nueva etapa resulta arrolladora. La sensación de oscuridad y mal imperantes en el ambiente nos retrotraen a los días de Matthew McConaughey y Woody Harrelson. No en vano, estamos en el mismo universo. Conviene decir que Mahershala Ali es uno de los mejores actores del planeta, lo que el oscarizado intérprete nos recuerda cada vez que aparece en escena. La atribulada mirada de su personaje es una maravilla imperial que nos conduce por los oscuros senderos trazados en una serie impecable en lo estético, brillante en su puesta en escena y descomunal en su historia. Para colmo, Stephen Dorff se marca uno de los mejores papeles de su carrera. Una pareja protagonista secundada por un buen puñado de actores gloriosos.
Ahora, llegado el final de estos ocho capítulos, nuestra fe en True detective vuelve a ser a prueba de bombas. Ha sido todo sensacional y la resolución no se queda atrás. Una perfecta obra imprescindible para cualquier seriéfilo.