Allá donde esté, el grandísimo Alfred Hitchcock puede descansar tranquilamente. Películas como la de Jonathan Demme ponen de manifiesto que las enseñanzas del maestro no cayeron en saco roto. Diez años después de que Hitchcok decidiese abandonarnos, la llama de su legado incendiaba las taquillas de todo el mundo con una cinta que se convertiría al instante en una película de culto y una de las películas más memorables del cine reciente. El suspense se manejaba de una manera que ya parecía olvidada, pero esa no era más que una de las muchas virtudes exhibidas por una obra incomparable e inolvidable. Poco se puede decir sobre El silencio de los corderos que no se haya dicho ya desde su estreno allá por 1991. En todo caso, como somos gente osada no vamos a perder nuestra oportunidad de aportar algunas notas sobre la cinta, lo que nos servirá de excusa para recordar y hablar un rato de esta joya del cine.
Analizar El silencio de los corderos es analizar a su villano. Los paralelismos entre el mítico Doctor Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) y el pulso con el que está rodada la cinta resultan asombrosos. Tomando como base la novela de Thomas Harris “El silencio de los inocentes”, el guionista Ted Tally escribía un lúcido y refinado gui0n en el que mezclaba con habilidad los elementos del thriller con el suspense más puro y elementos clásicos de terror. Una apuesta arriesgada que Jonathan Demme fue capaz de ver como algo más que una cinta al uso.
Un asesino llamado “Buffalo Bill” tiene en jaque a todo el FBI. El psicópata en cuestión se dedica a secuestrar a adolescentes, para posteriormente arrancarles la piel después de prepararlas minuciosamente. Ante la impotencia de las fuerzas de seguridad, el FBI decide recurrir a la joven Clarice Starling (Jodie Foster), una brillante licenciada universitaria experta en conductas psicopáticas que aspira a formar parte del cuerpo. Siguiendo las instrucciones de su jefe, Clarice visita la cárcel de alta seguridad donde el gobierno mantiene encerrado al peligroso Doctor Hannibal Lecter, un antiguo psicoanalista dotado de una inteligencia incomparable, conocido por sus peculiares gustos culinarios compuestos, entre otros manjares, por carne humana. Desde ese momento comenzará una intensa relación entre Clarice y Lecter en la búsqueda de patrones de conducta que puedan llevar a detener a “Buffalo Bill”.
La apariencia de la obra resultaba vulgar y plagada de lugares comunes, pero había algo entre líneas. Existía una esencia que otorgaba al conjunto una elegancia y sofisticación impropias de un argumento como ese. Del mismo modo que nos encontramos a un individuo extremadamente violento como es Hannibal Lecter, cada vez que estamos en presencia del “villano”, su magnetismo y poder de seducción nos hacen caer rendidos a sus pies. Nos encontramos con un personaje capaz de arrancar una nariz de un bocado a la vez que recita versos de Bécquer. Todo esto disfrutando de una pieza de Mozart y regado con buenos caldos franceses. Eso no se ve todos los días. Del mismo modo, no es común encontrarse una trama tan sencilla en apariencia como refinada en esencia. Cada plano funciona como una nota en el pentagrama de la melodía perfecta. Hay policías al uso, un psicópata al uso y una protagonista al uso, pero nada es usual. Las artes mostradas por Demme y su equipo son una auténtica delicia. El tempo de la obra resulta una auténtica maravilla. A veces arranca para poner tu corazón a cien, para detenerse en una calma helada. Mucho tienen que ver en todo esto Jodie Foster y Anthony Hopkins en los mejores papeles de sus carreras (lo que no es poco decir).
Por dominar con maestría los recursos narrativos, por sus cinco Oscar (Película, director, guion, actriz y actor) y por el terror dibujado en los ojos de Lecter. Eso es lo que hace de El silencio de los corderos un clásico indiscutible.