Deberíamos encuadrar esta película en la transición del mudo al sonoro, pero dada la originalidad de la propuesta merece su espacio. Tras el éxito de La pasión de Juana de Arco, Carl Theodor Dreyer se embarcó en un extraño proyecto que tenía como fin llevar a la pantalla unos relatos góticos de Sheridan Le Fanu. Para conseguir financiación acudió a un rimbombante personaje llamado Nicolás de Gunzburg. Este hombre, barón nada menos, puso el dinero encima de la mesa a cambio de interpretar el personaje principal de la cinta.
Dreyer consintió pero se aseguró la libertad creativa: haría lo que le diese la gana y cómo le diese la gana, con la censura como único límite. Sin embargo, la libertad creativa, objetivo de cualquier artista cinematográfico, no es fácil de gestionar. La génesis de la historia se inició cuando el cine aun era mudo y tuvo que llevarse a cabo con los inicios del sonoro en Europa. Y es que a Dreyer le gustaba tomarse las cosas con calma. Encontrar la mansión donde situó la historia le llevó tiempo, el guión sufrió varios cambios y terminaron rodándose varias versiones según el país al que iba dirigida. Toda una prueba de fuego para el director danés que tras Vampyr tardó más de una década en volver al cine, depresión incluida.
Esta película cuenta la historia de un joven que llega a un extraño castillo para alojarse. Pronto empiezan a suceder cosas insólitas y el personaje interpretado por el barón Gunzburg empieza a tener visiones y pesadillas. Como vemos la historia tiene más bien poco de original. Pero es en el modo en el que se trata donde Dreyer extrae todas las posibilidades al material cinematográfico. El director danés y su fotógrafo Rudolph Maté, construyen un universo onírico con imágenes potentes e impactantes, destacando especialmente la secuencia inicial en la que el protagonista hace una primera exploración del castillo y sus aledaños. Toques surrealistas, góticos y expresionistas que cumplen el objetivo de Dreyer: “crear en la pantalla un sueño despierto y mostrar que lo espantoso no se encuentra en lo que nos rodea sino en nuestro propio subconsciente”.
Vampyr combina estos hallazgos estéticos con un desarrollo narrativo algo deslavazado y una cierta pérdida de tensión dramática en algunos instantes que, no obstante, se recupera en el brillante desenlace. Vampyr es una curiosa joya de esa transición, a menudo traumática, entre el mudo y el sonoro.